domingo, 31 de agosto de 2008

RELATOS

TABUNA WONGO LIBBO


-¿Qué me estarán diciendo todos estos doctores que me miran tanto? ¿Por qué tengo esta aguja en mi muñeca derecha? ¿Dónde están mis padres? Tengo miedo. Estoy cansado.¡Vaya, una hermana, qué alegría! Por fin alguien de mi color.
- Hola, ¿cómo te llamas?
- Tabuna, Tabuna Wongo Libbo. ¿Dónde están mis padres?
-¿Y cuántos años tienes?- inquirió la doctora.
-Doce. ¡Ah!
-¿Que te duele?
-Aquí, el pecho, al respirar.
-Rosa, trae una petición para Rayos. Tabuna, vamos a hacerte una radiografía.
-¿Qué es eso?
-Es una foto por dentro.
-¿Para verme por dentro? ¿Cómo están mis padres?
-Luego los veré y te diré cómo están.
-Espero que estén bien. Aquí vamos a vivir mejor. Podré comer todos los días cosas muy buenas y tendremos una casa como mi tío Pierre que vive en Huelva y coge fresas. Dile a mi mamá que estoy bien.
-Ahora vendrá un celador para llevarte al servicio de Radiodiagnóstico. Todo irá bien. No te preocupes. Rosa, pide a cocina un caldo, pescado, yogurt y fruta para la mil ciento diez.
La doctora Samb, inmigrante senegalesa ejercía la medicina en el Hospital de la Luz desde hacía diez años, cuando una Organización No Gubernamental la trajo a España con un contrato de trabajo en la mano. Daba gracias a la vida por la buena fortuna que su destino le había otorgado.
Con paso cansino, pues estaba de guardia desde el día anterior, se dirigió a la Unidad de Cuidados Intensivos, donde permanecía ingresado el padre de Tabuna. Preguntó al intensivista de guardia:
-¿Cómo está el paciente de la mil doscientos tres?
- Está muy grave. Tiene un traumatismo craneal con una lesión fibrilar irreversible causada por algún golpe que debió darse con los movimientos de la patera. No creo que lo cuente.
-¿Sabemos algo de su mujer?
-Antes de entrar en coma, Toba nos dijo que murió en la patera y la tiraron por la borda.
-¿Ha muerto durante la travesía? ¿Estamos seguros de que el hombre de la mil doscientos tres es el padre de Tabuna Wongo?
-Nubah, en estos casos ya sabes que no podemos asegurar nada...
- La doctora Samb salió apesadumbrada de la planta de cuidados intensivos. Bajó al túmulo y pidió al auxiliar que le mostrara los cadáveres de los inmigrantes que habían ingresado la noche anterior y que habían fallecido irremediablemente. Sabía que buscaba una aguja en un pajar, pero siempre se había dejado guiar por su instinto y en esta ocasión sentía un impulso muy fuerte. El dolor se apoderó de su corazón cuando fue observando a sus hermanos senegaleses muertos. De repente, le llamó la atención una mujer que tenía algo escrito en su brazo derecho. Las letras se mostraban muy borrosas y parecía que habían sido trazadas con el pulso muy flojo. Sin embargo, al acercarse más pudo leer con asombro y tristeza: Tabuna Wongo. Un fuerte pálpito la llevó a destapar los brazos de los otros cuerpos , hasta descubrir que uno de los hombres que yacían inertes también llevaba escrito en su piel el nombre de Tabuna. Sin duda, antes de partir la pareja se anotó recíprocamente el nombre de su hijo sobre su epidermis, en previsión de lo que pudiera sucederles. Tabuna entró en el hospital abrazado al paciente de la mil doscientos tres y entre el desconcierto y la falta de un traductor, todos pensaron que eran padre e hijo.
Nubah Samb no se lo pensó dos veces y acudió al box de Tabuna.
El niño la miró con ojos húmedos e inquisidores, como temiendo lo peor.
-Tabuna, tus padres han muerto. Tendrías que volver a Senegal cuando te pusieras bueno, pero no será así. Te voy a adoptar y te quedarás conmigo.
El niño lloró en silencio durante largo tiempo. Nubah lo abrazaba con mucha ternura. La camisola del pijama se levantó en un movimiento involuntario y ella leyó en el vientre del muchacho:
Donelo Wongo
Tana Libbo


Hace mucho tiempo existían en la vida historias de pateras como ésta y no todas terminaban así.

Alicante, 28 enero de dos mil cincuenta y ocho.
PABLO TIENE ALERGIA A LAS FLORES
Primer premio de Narración de Santa Rita, Diputación Provincial de Alicante, 1988
Mañana de sol en el jardín botánico. Su cara bailando entre las coníferas. No sé cómo fui a parar allí. Yo, ejecutivo acartonado en viaje de negocios. Quizás fue la inercia inevitable del turista cansino, con cámara de fotos y postales de recuerdo. Tal vez era un Buda a la búsqueda del nirvana, paseando sin rumbo, un endrino a un lado, un serbal silvestre al otro. Yo allí, leyendo los carteles especificadores , Asphodelus ramosus; yo interesándome por el foeniculum vulgare y la época de recolección de la gayuba. Ella tomaba notas a lo lejos. Varias veces vi su pantalón vaquero escondiéndose entre las ramas, amaneciendo en las esquinas del bucólico laberinto. Fue a las puertas del invernadero donde coincidimos inevitablemente y pude extasiarme con la brillantez de su perfil egipcio.
-¿Estudias botánica?
Sus ojos. El verde puro de sus ojos y esa voz segura y dulce haciendo tintinear las espinas de los cactus:
-No, aficionada.
Mañana de desconcierto, no sé cómo entré en su casa, palacio primaveral con ambientador de polen.
Me concentré en la verde magnificencia de aquel salón repleto de macetas y planteles y recordé la floración del salicor y la gratiola officinalis. Pero allí no había letreros, además de la notable diferencia acogedora de los sillones de mimbre, los cojines y ese colorido fantástico verde y rosa inundando las cortinas, la mesa y la colcha de su cama. Ella me habla de su afición porlas plantas, de sus visitas al jardín botánico, de la última azucena que había brotado en su balcón. Su balcón, cuidado, casi perfecto, lleno de flores, con una grandiosa proliferación de rosas, margaritas, azucenas y petunias, cruzándose unas con otras, como en un desfile salvaje mecido por el viento de mayo. Su balcón, su querido, amado, adorado balcón.
Y allí, danzando en la melodía de su voz, bbiendo el sorbete mágico de frutas que ella me había servido, decidí que iba a cometer un gran error si no me quedaba a explorar aquella selva de frescura, sabana dulce y peligrosa al mismo tiempo.
Pasó una noche, y otra, y muchas noches, y mañanas y tardes, lloviendo tiempo sobre los pétalos de sus flores, sobre los suyos. Yo, que nunca había sido poeta, descubrí al trovador que llevaba dentro, aprendiendo a decir de sus piernas que eran gladiolos, gladiadores en una lucha encarnizada de anfiteatro.
Un amanecer de tantos, asomados a la espesura de su balcón, ella me habló de la pureza de las margaritas amarillas, más íntegras que las blancas, con sos botones amarillos que tanto destacaban entre el níveo de sus pétalos.
-Quizás en la impureza se encuentre la máxima perfección o dentro de la más absoluta imperfección esté la cumbre de la pureza. Si la naturaleza ha otorgado a las margaritas blancas ese botón amarillo, por alguna razón será...
-Comprendo tu punto de vista. Nunca me pondría en contra de la naturaleza, pero me gustaría que las margaritas blancas mostraran en toda su hrmosura ese blanco inmaculado que poseen sus pétalos. Serían como alegatos de pureza entre las demás flores.
Extraña apreciación sobre psicología floral... Esta tesis me obligó a pensar en muchos otros aspectos de la vida y de la muerte, filósofo mediocre envuelto en sábanas verdes y rosadas.
Así, entre viajes de negocios, prácticas de macramé y zumos de melocotón, llegó el día de su cumpleaños. Después de muchas iniciativas descartadas de inmediato, opté por no regalarle flores, tal vez para alimentar la increíble paradoja que es la vida.
Noche mágica de cumpleaños. Las velas rojas iluminaban la caja de música que le regalé, con una bailarina en el centro, danzando a ritmo de Ravel. Su sonrisa de felicidad brincaba en el champán.
Fue al amanecer cuando tuve la idea brillante que me impulsó a levantarme, abrir la puerta del balcón y coger el tiesto de las margaritas. Capitán del amor en busca de brocha y pintura blanca, me senté a la mesa del salón y empecé mi obra de arte, tiñendo el amarillo de las impuras margaritas del blanco perfecto que ella perseguía. Culminada mi obra, me dirigí contento y seguro a ofrecer mi exótico regalo de cumpleaños.
Ella despertó tras varios golpecitos en el hombro derecho mientras yo mostraba mi dádiva matinal de enamorado. Nunca la ira tuvo un poder tan fuerte como en sus ojos aquella mañana. Su cuerpo agitado se estremecía en mil movimientos. Sus manos crispadas danzaban al ritmo de sus ojos enrojecidos. Y su voz, su dura voz gritando, haciendo estremecer cada pétalo de las blancas margaritas.
-¿Qué has hecho? ¡Has destrozado una de mis plantas! ¿Estás loco? ¡Sí, eso es, claro que sí, estás loco! ¡Nunca te perdonaré lo que has hecho! ¡Nunca!
Yo, nervioso. Yo, envuelto en su propia ira. Yo, tirando la maceta al suelo en un arrebato inexplicable. Y otra vez su voz golpeando mis sentidos.
-¡No quiero verte más!
Salí de su casa dando un fenomenal portazo que me recordó momentos de oficina, clientes abigarrados con corbata de nilón y la sonrisa pétrea del representante aburrido que era yo.
Caminé varias horas sin sentido, todavía sus palabras en mis oídos hasta decidir que todo había terminado, y volví a mi casa, a mis horas neutras con bocadillo de jamón y concurso televisivo.
Tiempo neutro que se esconde en los extraños recovecos de la inapetencia; túnel congelado del olvido, el silencio lento recorriendo mi habitación sin dejar un hueco libre a la alegría.
No tardé en añorar sus flores y su sonrisa aunque me demoré en olvidar sus últimas palabras durante mucho tiempo. Un día, envuelto un poco en la sombra del arrepntiminto, decidí volver al jardín de su mundo.
Como impulsado por una llamada especial, cogí la llave que tanto tiempo prmaneció dormida en el jarrón del comedor, metí lo primro que encontré en mi pequeña maleta de viaje y salí a la calle. Sentía que me bebía la vida en un único trago, como si despertara tras un letargo cansino.
Abrí la puerta de su casa con un certero movimiento, como florecían las azucenas de su balcón durante la primavera.
-Laura...
Cerciorado de que no estaba en casa, me senté en el sillón de mimbre donde había aprendido a hacer macramé y jugado al tangram durante las tardes de invierno. Fue entonces cuando advertí en toda su infinitud aquel detalle que me inundó de extrañeza. No había ni una sola planta en la casa. No mostraba la araucaria sus primeras almendras ni el helecho pendía del matecero del techo. No dormían los cactus en el pequeño invernadero.
Salí al balcón, dispuesto a mirar allí lo que mis ojos querían ver, pero el recinto presentaba un espectáculo desolador y siniestro. No había azucenas, ni geranios, ni margaritas blancas y amarillas...
Atravesé la puerta de aquella tundra pensando enla razón de aquel cambio desastroso, agobiado por un sentiminto de culpa. Tal vez se sentía demasiado triste para cuidar sus flores, o quizás estaba cambiando de domicilio. Pronto conocería la respuesta a mis preguntas, pues oí la llave en la cerradura de la puerta.
-Hola, Laura.
Otra vez sus ojos. Esos universos verdes que ne sonreían. Su pelo, más largo que la última vez que mis dedos acariciaran su cabellera, enredadera negra de nostalgia.
-¿Qué ha pasado con tus plantas?
Me miró de frente. Su mirada se hundió en mi interior, profunda y diáfana y dijo una frase que nunca olvidaré y que aún hoy me envuelve en la tristeza.
-Pablo tiene alergia a las flores...
FANS
-¡Ah!- gritó María mientras miraba atónita la foto de su ídolo, Michael Pyos, colgada en una de las paredes del cuarto de planchar.
-¿Qué pasa, mamá?- preguntó su hijo, asustado por el estridente alarido de su madre.
-Nada...nada...- contestó María, ocultando que durante dos minutos aproximadamente , la blanquecina tez del apreciado cantante había lucido en el póster, roja como un tomate. Ésa era la extraña razón de su bramido.
Tras permanecer mucho tiempo observando el retrato con la plancha en la mano, soltó el cable del enchufe y se dispuso a quitar las chinchetas que sostenían la imagen del divo. Se acabó. Había soportado que un día el travieso cartel saliera volando hacia la ventana, chocando contra la estantería de las revistas, pero esto era demasiado. ¡Una foto que se ruboriza!¡Era para morirse! ¡Iba a tirarlo a la basura, pero ya!
Se acercó al póster con arrojo e intentó desclavar una de las chinchetas y entonces la adorada boca le habló:
-Si me sueltas de la pared, los acontecimientos se desarrollarán de manera que no podrás asistir a mi próximo concierto. Tú eliges. Ser una ferviente admiradora tiene sus inconvenientes. Las cosas ya no serán como antes para ti, pues a partir de este momento, eres mía. Yo podré opinar en tus decisiones y dominaré tus actos. Si no te gusta, tira mi imagen a un contenedor, pero no volverás a verme jamás.
Totalmente paralizada, María intentaba en vano recuperarse del sobresalto. No era fácil, pues la foto seguía instándola a elegir un camino u otro.
Hipnotizada por la voz amada, apartó la mano de la pared. La decisión había sido tomada. Ahora ya no dependía sólo de sí misma. Era esclava de un cartel adherido a un tabique.
Sin embargo, la lucha cotidiana, casi la hizo olvidar lo ocurrido aquella tarde. Iba a trabajar, llevaba a su hijo al colegio, hacía la comida... De vez en cuando, miraba el póster por si le decía algo. Pero era inútil Michael se había quedado mudo. No sabía que lo ocurrido, no volvería a suceder. Michael Pyos había obtenido el efecto deseado, pues María coleccionaba desde entonces discos del divo incluso por partida doble, pues todos los días compraba algo relacionado con el artista, sin importarle su escaso poder adquisitivo.
En algún lugar de New York, el mánager de Michael le decía:
-Tienes que hacer otra teletransportación mental. Estás perdiendo seguidores y no puedes permitírtelo.
-Sabes que me quedo muy cansado después y dentro de nada empiezo la gira-contestó Michael- Tengo que estar relajado, sobre todo, de mente.
-Lo siento, pero es urgente. Ponte el casco cranvirméntico y entra en la sala virtual.
Michael Pyos entró en un profundo trance que duró una media hora. En un hogar de Argentina, Concha García miraba ensimismada una foto parlante.
VELMIA

Porque sé que si vuelvo a mirarme en tus ojos, brotará con más fuerza que nunca mi amor. (Extraído de la canción Vengo a verte otra vez de Jorge Negrete)


Cuando Velmia llegó al acantilado, atardecía. Las nubes habían adquirido un tono violáceo que paulatinamente se tornaba gris. La playa gritaba desde abajo con sonidos sugerentes y marinos. Velmia, que siempre tuvo miedo a las alturas, tembló al acercarse a un risco sobresaliente del sendero. Avanzaba rauda entre la maleza. De vez en cuando sus manos apartaban alguna rama de salvaje eucalipto. Sus pies se encontraban a veces con las piñas que poblaban el suelo. El boj se extendía sinuoso y fresco por todo el bosque. Su tono a esa hora del día era de un verdor exquisito que ella atesoraba en sus pupilas con placer. Todos sus poros se estremecieron cuando vio a Athor, con su perro, en un recodo del camino. Era su mejor cliente. Pagador, respetuoso y discreto, la trataba con gran delicadeza y nunca difundió en la taberna sus tórridos encuentros.
Athor ató al can a un pino y se quitó los pantalones. La besó con deseo en el cuello y en los senos. Hacía frío y Velmia temblaba. Se entregó, como siempre, a los juegos eróticos de uno de los hombres más ricos de la aldea. Tan ensimismada estaba, tan inmersa en su álgida tarea que no advirtió que desde muy cerca alguien les observaba. La luna australiana iluminó a la figura ante los ojos expectantes de Velmia que, olvidando los gemidos de su amante, se levantó y profirió:
-¡Infrieck!
El hombre al que amaba la miró con sus negros ojos aborígenes y a ella no se le ocurrió otra cosa que huir. Salió corriendo medio desnuda. Athor escapó veloz en dirección contraria dejando a su perro amarrado al árbol.
Tras varios metros de persecución durante los cuales Velmia estuvo a punto de rodar por la montaña hacia la cala, Infrieck la alcanzó y la asió por el brazo.
-¡Puta!
Ella, aterrada, silenció muchas cosas que debió decirle esa noche. Debió explicarle que aquello que él comía a diario, ella lo ganaba gracias a la entrega de su cuerpo. Debió contarle que no trabajaba en una lechería del pueblo colindante. Debió declararle su amor incondicional, ése que le profesaba desde que era casi una niña, cuando él llegó a la aldea con su barco lleno de productos ingleses. Entonces todo marchaba bien, pero la guerra y el hambre habían destrozado su relación de forma evidente y ahora ella se encontraba frente a un hombre que era su enemigo.
Intentó soltarse y casi lo consiguió. Sin embargo, tras varios insultos y zarandeos, Velmia cayó por el acantilado. Durante el atropellado descenso se golpeó en la cara, en el pecho y en el cráneo y llegó a la ensenada inconsciente y con su floreado vestido roto y ensangrentado.
Infrieck sintió un fuerte impulso que lo inducía a bajar a atenderla, pero se contuvo. Era un desertor. No podría llevarla a un hospital, ya que se desvelaría su gran secreto y sería juzgado en un consejo de guerra. Además, escucho unas voces que se acercaban, así que se dirigió a su escondite y allí permaneció hasta el amanecer.
Velmia despertó de madrugada. Le dolía la cabeza y no podía moverse. Estaba helada. Se sentía muy débil. Miró de reojo el agua que la rodeaba y advirtió que las suaves olas se mezclaban con su sangre. Intentó incorporarse pero su cuerpo no obedeció a su cerebro. Así fue como se entregó a la muerte, con una terrible sensación de impotencia y abandono. Cuando amaneció, el mar se tornó bravío y una ola atrapó su ser inerte y lo introdujo en el Pacífico.
Por la mañana, Infrieck bajó a la playa para ayudar a Velmia, pero ella ya no se encontraba allí. Sus viriles lágrimas se diluyeron en las rosadas aguas, que transmitieron su eterno mensaje salado a través de los tiempos.

¡CÓMO QUE ME LLAMO GABY!
-La he matado porque ya estaba harto del mismo tema de siempre. Se creía que algún día iba a poder dominarme. ¡A mí! Y luego está lo de sus salidas con los compañeros. Todas las mujeres son unas putas. Porque yo estoy enrrollao con una casada, ¿sabe? ¿Quién me asegura a mí que no me estaba poniendo los cuernos? Pues sí, así es la cosa, ya se ha terminao el rollo. ¡Maldita zorra manipuladora! ¡Con lo que yo la he querido! Porque yo la tenía en un pedestal. Pero, ¿que quería? ¿Ser más que yo? ¡Eso, no! Y por eso me la he cargao. Las palizas ya no servían de nada. A esa no había quien la domara...
-Bueno, está bien, pero debes poner más énfasis en algunas frases. El público tiene que odiarte, debe despreciarte por lo que has hecho. ¡Qué no se te vea como a un loco, sino como a un cerdo! Pero seguiremos mañana... Estamos todos ya muy cansados...
Gabriel López , cineasta, llamó a su mujer antes de salir de los estudios.
-Juani, llegaré tarde. Les he mandado a todos a descansar pero yo tengo que supervisar unas secuencias. No me esperes levantada.
Se dirigió al bar de la esquina y pidió un whisky doble sin hielo.
-Tengo que separarme de Juani -pensó- porque ya no la quiero. Ni ella amí. Es absurdo seguir juntos. No me gusta el camino que están tomando las cosas. Se lo voy a decir esta noche. Y que pase lo que tenga que pasar.
-Cóbrate, Carlos.
Salió del bar dispuesto a decir las verdades de una vez por todas, pero cuendo llegó a casa, su mujer no se encontraba en ella. Vio una nota en la nevera. Leyó: -He salido con Rosa a tomar una copa. Volveré tarde.
Se preparó un whisky. Esta vez, con hielo. Se estaba cabreando. Ésta ya se pasaba con las saliditas.
-¡Cómo llegue después de las dos le voy a partir la cara! No escarmienta, la tía. Mira que le tengo dicho que vaya con cuidao conmigo, que un día de estos no me voy a poder contener. Todas son iguales. ¡Unas guarras! ¡Maldita sea! Luego dicen que les pegan, que las matan. Y es que se lo merecen. ¡Cuándo venga la caliento! ¡Cómo que me llamo Gaby!
LOS BALONES


Laura Rodríguez, esposa de Lon Tan, embajador de Rumarta, esperaba a su amiga en la puerta de la lujosa tienda de alta costura Listrian Mor, dispuesta a pasar una gratificante tarde de compras y charla.
Ser la mujer de un importante diplomático no resultaba sencillo, aunque algunas personas pensaran que llevaba una vida fácil. Tenía que cuidar su imagen al máximo: ropa, complementos, dieta, gimnasio, masajes... y alguna que otra operación. Todo era poco para conseguir brillar en las fiestas, recepciones, conferencias, y demás actos a los que se veía obligada a asistir sola o junto a su marido.
-Sí- pensó-. Un rato con su mejor amiga no tenía precio.
En la esquina donde se encontraba soplaba un viento muy desagradable y estaba empezando a llover. Lamentó haber olvidado su visón en casa.
Una mujer se acercó a ella para pedirle una limosna. Abrió el monedero y extendió unos céntimos a la indigente. Este hecho la hizo recordar que ya estaba entrando el mes de septiembre. Apenas había comenzado a moverse para la campaña benéfica de Navidad. Tendría que darse prisa si quería ver realizado su proyecto en esas fechas. Sumergida en sus pensamientos, no vio acercarse a Rosa.
-¡Laura, que guapa estás de azul! Siempre te he dicho que es el color que mejor te sienta. Lamento haberte hecho esperar tanto tiempo, pero ya sabes como se pone la M-30. ¡Cada vez me cuesta más venir a verte!
-Bueno, no pasa nada, pero me he quedado helada aquí en la esquina. ¡Qué frío! ¿Tomamos algo caliente?
Las dos amigas se dirigieron al café más cercano y tomaron asiento. Ante sus respectivos tes con leche, dialogaron durante mucho tiempo y Laura contó a Rosa la idea que quería llevar a cabo en Navidad.
-Quiero mandar a Rumarta una partida de balones para los niños de parte del embajador. He pensado además realizar un acto simbólico de entrega. Iré yo personalmente en nombre de Lon. Ya he hablado con una ONG. Ellos elegirán al grupo de chavales que acudirán a por los balones ese día y también se encargarán de repartir los demás entre todos loa niños pobres de Rumarta. ¿A que es genial?
-He de reconocer que sí, pero debes darte prisa. Casi estamos en octubre.
-Sí. Empezaré mañana mismo.
La Navidad llegó entre prisas, citas y llamadas telefónicas. El veintidós de diciembre, Laura viajó a Rumarta para culminar su propósito. En el hotel donde se hospedaba, acudió a la peluquería y fue maquillada por un profesional. Todo tenía que salir perfecto.
A su llegada al palacio presidencial, la recibieron varios diplomáticos y algunos dirigentes de organizaciones no gubernamentales. El salón donde se realizaría el acto lucía precioso. Se había hecho un buen trabajo.
Sonaron los himnos de ambos países y quince chiquillos vestidos para la ocasión entraron en la estancia. La embajadora se acercó a los chavales y les hizo algunos arrumacos. Acto seguido sacó los balones de la caja y se dispuso a entregarlos. Los pequeños le daban las gracias y hacían una reverencia.
Uno de los chiquillos, con el balón en sus manos, y después de mirarlo durante unos minutos, lo tiró con furia al suelo, clavando con gesto airado sus ojos en la embajadora.
Una de las organizadoras se acercó al muchacho y le pregunto qué le pasaba. Son Lin le dirigió unas palabras entre gritos y sollozos.
Laura, que aún no había aprendido bien el idioma de Rumarta, pidió que le tradujesen las palabras del niño.
-Dice que no quiere jugar con eso porque le trae malos recuerdos. Él mismo fabricó ese balón hace dos años en la empresa donde trabaja. Lo recuerda porque al pintarlo, se le escapó el pincel y dejo marcada una tara en forma de corazón.
Mientras los responsables del acto comentaban el incidente, Son Lin abandonó el salón envuelto en su rabia y su tristeza. Dieciséis horas diarias de trabajo durante varios de sus infantiles años, le habían desordenado el alma...




EL CAJÓN PERUANO O SABER DE SU SABOR


Me pasé media vida silenciando historias, dormitando encuentros. La dubitación constante no fue suficiente penitencia para dejar en buen estado la eterna deuda que ni siquiera supimos que habíamos contraído. El miedo a involucrarse fue evidente y entonces comprendí que los tiempos tenían un espacio propio y que existían momentos que no podían ser profanados sin cometer un tremendo sacrilegio.
Descubrí la razón de mi profunda melancolía una tarde de junio mientras veía en el canal Cosmopolitan una película mejicana, la road movie de Alfonso Cuarón titulada Y tu mamá también. Mi computador bajaba canciones de La Oreja de Van Gogh . Eso fue lo único ilegal que mi corazón permitió en aquella etapa de hipotética espera surrealista en la cual mi alma gemela protegía los corales de los arrecifes y viajaba escondido en helicópteros por las tierras calientes de América, mientras yo tomaba posiciones en la lírica.
Acababa de ingerir un café con leche que me había preparado con la ayuda del microondas, cuando sonó el timbre de la puerta de casa. Era Miguel. Venía con un cajón peruano entre sus brazos. Lo dejó en el salón.
-Nunca he experimentado con esto. Pero suena que no veas…
-Ya me imagino…-dije con un poco de desgana, temiéndome que la siesta se había terminado.
Miguel comenzó a tocar el cajón. ¡Cómo sonaba aquello! Pensé que de un momento a otro mi casa se iba a llenar de vecinos reivindicando su derecho a un equilibrio de decibelios y que el improvisado concierto terminaría. De pronto, Miguel me miró sin verme y supe que ya no estaba allí, al lado de mi sofá moteado. Una música antigua se lo había llevado muy lejos. Sudaba. Sus músculos dibujaron perfiles insospechados rozando el aire. Las historias se acumulaban en mi cabeza, al ritmo de la música. No recuerdo cuando decidí besarle, ni cuando las notas dejaron de sonar. Sólo sé que al sentirnos libres de aquel trance del que fuimos presos durante más de media hora, él dijo:
-Dime que me quieres mucho y sólo a mí. Dímelo.
Yo recordé a Maribel Verdú en el film de Cuarón y me reí, me reí mucho.
Miguel cogió su instrumento y se fue.
Oí las aspas de un helicóptero cortando el cielo…
EL AMANTE DE CLARA
Aquella mañana despertó con la embriagadora ansia de los que van a encontrarse pronto con el ser amado.
Clara siempre había estado necesitada de cariño. Su marido era un hombre seco y testarudo. Trabajador y honrado, eso sí, pero frío como un bloque de hielo. Después de veinte años de matrimonio, no podía aseverar que Ricardo la amaba. En el lecho le demostraba a menudo su deseo, pero no expresaba jamás sus sentimientos, aunque ella se lo pidiera de continuo.
Ahora vivía con intensidad un nuevo amor. La sombra de la culpabilidad la tenía atormentada, pero las sombras son zonas oscuras que en algunos momentos no logran proyectarse...
Dentro de unas horas abrazaría a Hugo, joven y locuaz, un efebo cálido que la trataba con ternura. Le conoció unos meses atrás en la biblioteca a la que solía acudir a menudo. Desde entonces, su vida adquirió un nuevo sentido. Por fin era consciente de que alguien la amaba de verdad, pues Hugo era generoso con las palabras de amor.
Aquella tarde volvió a gozar de su cuerpo con pasión y abandono. Por la noche regresó a su casa y se dispuso a preparar la cena a su marido.
Unos minutos antes de su vuelta al hogar, en una esquina de un barrio del centro de la ciudad se reunían Ricardo y Hugo, el esposo y el amante, dos personas que no tenían nada que ver, unidos por un cuerpo femenino.
- ¿Qué te debo? - preguntó Ricardo.
- Doscientos sesenta euros- contestó Hugo.
- ¿Cuántas veces le has dicho "te quiero"? -insistió Ricardo.
- Siete veces, por treinta euros, doscientos diez, más cincuenta por el resto del servicio- dijo el muchacho. Ya le digo, doscientos sesenta en total.
- Bien, aquí tienes. Te llamaré el mes que viene.
Y Ricardo se alejó calle arriba pensando en lo caro que le costaba no haber aprendido a expresar lo que su corazón sentía.
AQUELLA PRIMAVERA

Aquella primavera me perdí. Fue una noche de abril no muy templada cuando decidí romper con mis esquemas. Me tomé un refresco de naranja, pues no quería beber alcohol estando sola. Saqué del armario el neceser de las pinturas y extendí en mis mejillas colorete. Con el carmín me rubriqué los labios. En un impulso, me quité la ropa y la dejé en un lío sobre la bañera. Me miré en el espejo del lavabo y me dije: “Ésa eres tú, y ése es tu corazón desnudo y fuerte”. Le vi a él a mi lado, en la imagen reflejada. Su rostro se desvaneció a los diez segundos. Me vestí con cualquier prenda, sin pensar en el glamour ni en los colores. Recuerdo que prescindí del sujetador, para tener el pecho libre de ataduras.
Salí a la calle para entregarme al tiempo; al pasado para no olvidar quien fui; al presente, para no extraviar mi ruta y al futuro para encontrarme con él. Al cerrar la puerta de la escalera, me volví para iniciar mi andadura y observé que un grupo de jóvenes sentados en un banco, se liaban un porro. Debí mirarles de forma muy insistente, porque me ofrecieron una calada. Ante mi negativa, rieron y siguieron con su conversación como si no hubiera ocurrido nada especial. Dejé tras de mí la verja de la urbanización y miré al cielo. Proferí unas palabras de las cuales ahora no me acuerdo, pero que significaban que mi estado era de consagración total al universo. Al doblar la primera esquina, un hombre de mediana edad me espetó unas cuántas obscenidades. Le cogí por el cuello y le di un beso con lengua. Cuando nuestras bocas se separaron, comencé a lamerle toda la cara. La gente pasaba a nuestro lado. Nos miraban extrañados. Supongo que pensarían que toda esa pasión era obra de la cálida estación que había comenzado el veintiuno de marzo. En todo caso, mi atacante verbal salió despavorido en el momento en que me aparté un poco. Yo seguí, indiferente, mi camino.
Escuché el llanto desconsolado de un bebé. El sonido era emitido desde un contenedor de basura. Me acerqué sigilosa y rauda. Era evidente que alguien había abandonado a un niño que ahora, entre toda aquella inmundicia, me pedía auxilio desconsoladamente. Aparté unos cartones, que alguien no había echado en el recipiente de reciclado y allí estaba la criatura. Le cobijé en mis brazos y llamé a la policía desde mi teléfono móvil. Los agentes me hicieron muchas preguntas. Tuve que acompañarles al hospital. Cuando estuvieron seguros de que yo no era la madre del pequeño, me permitieron marcharme.
Tras abandonar el recinto hospitalario, decidí tomar un café en el bar más cercano. Entré en una cafetería que en un principio me pareció que ya había visitado en otra ocasión y pedí un cortado con leche fría. Una pareja heterosexual ingería sendos cubalibres apoyados en la barra. De repente, él la tiró al suelo. La insultó, la pateó en la cabeza y en la barriga. Ella sangraba. De nuevo, llamé a la policía. El agresor lanzó mi móvil contra el suelo, de un zarpazo. Recogí los trozos de mi teléfono del pavimento y huí.
El cielo se mostró ante mis ojos de diferente color a partir de entonces, y supe que había llegado el momento. Me desnudé por completo y grité mirando a una nube pasajera que me guiñó, traviesa, un ojo: ¡Soy de la tierra, del mar y de todos los elementos, pero sobre todas las cosas…soy del amor en todas sus facetas! No pasé mucho tiempo al descubierto. Los agentes que salían del bar con el maltratador detenido, se encargaron del asunto. Llamaron a otra patrulla y me llevaron al hospital. El psiquiatra de guardia me diagnosticó tres enfermedades mentales y solicitó mi ingreso en la clínica desde donde escribo mi historia más reciente.
Él vino ayer a verme. Me contó sus planes. Quería sacarme de aquí. Con su dinero, podría hacerlo. Pero yo le dije que se marchara, que ya era tarde para eso, que ahora ya sé dónde está mi verdadera senda. Alegó que él también sabía ya cuál era su misión y que debía llevarla a cabo a mi lado. Sin embargo, yo no cedí. Le dije que tenía que conformarse con aparecer en mis espejos.
-Dentro de una hora se pondrá el sol. Saldré a dar un paseo por el jardín. No sé qué darán hoy de cena…



AQUEL INVIERNO


Salí del hospital una tarde de invierno. El psiquiatra me dio el alta sobre las nueve de la mañana, pero mi hijo vino a por mí cuando sus muchas obligaciones se lo permitieron.
Subí en su coche tras acomodar mis bártulos en el maletero. Permanecimos en silencio durante casi todo el trayecto. Sentada en el asiento de atrás, pues me negué a viajar en la parte delantera, observaba la nuca de mi primogénito intentando recordar alguna escena que me transportara al tiempo en el que era un bebé, aunque me resultó imposible. Paramos en el supermercado y compré algo para cenar y algunos productos para el baño.
Al llegar a casa, bajé del auto y me dirigí a la puerta. Mi hijo se marchó al instante. Habían transcurrido diez meses desde aquella primavera en la que me perdí y el psiquiatra ordenó mi ingreso en el sanatorio. Las paredes olían a viejo moho y el polvo se había apoderado con fuerza de los muebles. Entré en la cocina. Saqué de las bolsas la comida preparada que había adquirido en el centro comercial y la metí en la nevera, tras enchufarla. Conecté el microondas, el televisor y el ordenador. Noté que el silencio absoluto abandonaba mi hogar y eso me reconfortó. Estaba dispuesta a comenzar una nueva vida.
Sonó mi teléfono móvil. Mi vecino Carlos me dio la bienvenida. Le prometí que al día siguiente desayunaríamos juntos.
- Ahora estoy muy cansada. Prefiero dormir y mañana, bien temprano nos vemos. Pondré el despertador a las ocho y cuarto.
- De acuerdo.
El bueno de Carlos… Tras mi ingreso tuvo dos o tres episodios de recaída de su depresión.
Pasé al aseo con un miedo terrible, atemorizada por el recuerdo de aquella tarde de primavera en la cual él me miró desde el espejo con sus ojos plateados el día en que se desencadenó la tragedia.
Llené la bañera con agua tibia e introduje en ella varias bolas de aceite y un poco de sales de lavanda. Me desnudé y me introduje en el líquido violeta. Sentí que mi cuerpo se relajaba de forma inmediata. Sumergida en el placentero fluido permanecí largo rato.
Vi su cara en el espejo mientras me secaba. Caí desmayada sobre el pavimento, golpeándome la cabeza contra el bidet. Al despertar, lo tuve claro. Cogí una maquinilla de afeitar de las que había comprado por la tarde y presioné sobre mis muñecas con su filo, provocándome varias incisiones y llamé al hospital:
-¿Dr. Aliaga?
- Le paso.
-He intentado suicidarme. No sé lo que me ha pasado. No me acuerdo de nada. Estoy muy preocupada. Apenas sangro, pero necesito atención médica. Puedo hacerlo otra vez… Yo no quiero morir, pero no soy consciente de lo que hago…
- Te mando una ambulancia.
Ingresé cuando aún no habían transcurrido ni tres horas desde mi salida del sanatorio. Carlos llegó al día siguiente a casa a las ocho y media para desayunar juntos. Dice que lo vio en la luna del baño y que lloraba…Le he dicho que realice un amago de suicidio y que luego pida asistencia psiquiátrica.
- Aquí te encontrarás más seguro. A él no le gusta venir.

María José Arques Cano

No hay comentarios: