domingo, 31 de agosto de 2008

PROSA POÉTICA

UN ATÁVICO PASEO
A Gabriel Miró




La dirección, calle Castaños, número veinte. El día, veintiocho de julio de mil ochocientos setenta y nueve. Un Alicante ataviado con un hondo suspiro veraniego que se escuchó en la playa, en el piélago marino, le vio nacer. El celeste inundaba las callejas con la llegada al mundo de un ser, cuya belleza creativa, tiñó de azul las cálidas palmeras. No se posa el dátil sobre el suelo sin haber recorrido el tiempo necesario, pues en el momento exacto la excelsa donosura se fusionó con la palabra idónea, con la emoción certera. Por no hablar del color y los pinceles que en la sangre de arte alicantino alzaba olas de espumas salpicadas con tintes y matices alcoyanos.
Su esencia literaria, grabada en los paisajes quedó incrustada en cada baldosa de la plaza que atesora su efigie, con recuerdos de arcilla pernoctada por las cálidas meretrices.
La magia, el misterio, la poesía de su esmerada prosa se oye por las aceras adoquinadas de Barcelona con un hilo cosido a la añoranza de su tierra levantina.
Poseía el donoso caballero un reverencial don tendente a la descripción emotiva y sensual del proceso amatorio. Como Félix Valdivia, enamorado, esparció en la alegría de la arbórea Posuna, su fértil sublimidad latente, que enalteció el verdor en los índigos horizontes. Como el ángel, como el beso de la monja entre azahares; así dejó su huella en los castizos rincones de la capital española.
Cronista de la luna, venerada en su verbo escrito, por dar luz a la noche alicantina, no recibió pecunia ni sustento que lograra acabar con sus miserias.
En Madrid fue enterrada su nostalgia el veintinueve de mayo de mil novecientos treinta y dos y fue el nombre de su tierra, datilera y portuaria, el último vocablo que expresó su adentro.
Y hasta aquí mi homenaje de gran admiración al hombre y a su obra, testimoniado en un mínimo y atávico paseo por su vida.
LA NIÑA

A Emilia, alma de luz

Soñé con una niña hermosa y suave como la claridad que tiñe a los almendros en el mediterráneo. Era su cara de una tez blanca, impoluta y eterna, tres calificativos que se adhieren al tiempo y que marcan un ritmo terso y leve, perpetuando su lánguida belleza en los hilos de una historia de leyenda.
Eran sus ojos de un verde misterioso que, al punto, conquistaron mis sentidos y me llevaron a una selva de lejanos recuerdos. Eran dos bosques de tibia sencillez en el centro de una luna inmaculada; tan silentes, tan ciertos, tan insondablemente perfilados que difundían un delicado miedo, un respeto sutil. Me miró desde lo más profundo de su vida y me llenó de una energía sublime que me invitó a seguirla en su camino.
Era un bebé precioso con una piel fragante y un pelo negro de ensortijada noche, de sinuoso rizo. Poseía la criatura unos labios carnosos y rojizos dibujados con trazos minuciosos. Me sonreía con su faz luminosa, emitía sonidos guturales, como músicas del cielo.
Jamás conocí un rostro tan amable como el suyo. Fue como ver un ángel, un querubín alado. Fue un encuentro feliz, una cita de ensueño, con momentos de plácida ternura que han quedado grabados en mi interior con fuerza, con el poder que tiene la luz por las mañanas. La llevé a pasear en su carrito, le mostré la ciudad, la presentí dichosa. Una estela de amor nos envolvía.
Retomé mis quehaceres cotidianos y descubrí a la pequeña de mis sueños en un semblante querido y muy cercano, al que dedico estas exiguas palabras.



LA MARCA DEL TIEMPO

El tiempo marca, vigoroso, el ritmo de los acontecimientos venideros.
Arraigados al poder hipnótico de la costumbre, los caminos siembran sucesos apenas imperceptibles. Son signos que aparecen difusos, aunque han sido perfectamente trazados en los espacios latentes.
El futuro lee entre líneas lo que un minuto le sugiere y provoca, en su curso, acciones perturbadoras. Las tragedias convergen en vértices de ángulos obtusos venciendo, omnipotentes, a los momentos circulares, de redondos deleites. No hay batalla cotidiana que no quede registrada en el lenguaje binario del tiempo, ni mordedura que no deje su huella en el centro de los huesos.
Mas es vano rendirse a la mera observancia de los hechos, ya que nuestros dedos pueden dibujar parábolas concéntricas de libre albedrío, espacios de luz difuminada y etérea. Así aprendemos a perfilar la vida con tinta de colores. De este modo borramos, al instante, las recetas amargas, la hiel y la retama.
Y llega, de repente, el devenir de un sueño, que todo lo resuelve, que todo lo sitúa. Despertamos un día sabiendo que la historia nos debe una respuesta. Entonces nos sentamos, expectantes, a la mesa, donde el destino sirve sus más ricos manjares, sus dulces situaciones, sus esmeradas horas, de elaboradas salsas.

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