Ven.
Volvamos a inventar la luz
que un día nos vistió de azul,
libre y cercana.
Y así,
perdidos en la inmensidad
del sueño con su realidad,
pactemos un mañana.
Que ya no quedan cartas que enviar
ni eventos que conmemorar.
Que aún nos queda voz para cantar
y versos para recitar
en tibias madrugadas.
Ven.
Volvamos a inventar la luz
que un día iluminabas tú
con tus miradas.
Y allí,
donde no exista la mediocridad
de la desesperante vacuidad
pintemos la alborada.
Que ya ha borrado un virus los mensajes
que en horas pernoctadas me enviaste.
Ven.
Volvamos a inventar la luz
que un día nos vistió de azul,
libre y cercana.
Y así,
perdidos en la inmensidad
del sueño y de la realidad,
pactemos el mañana.
Carla sabía que nada sería perfecto sin su nombre. Pero el destino la había llevado a ese camino en el que la vida esperaba con la fuerza de un volcán ignoto y ya no había posibilidad alguna de retroceso. En el umbral esperaba la playa de Urbanova, con sus doradas en la profundidad y su mabre en la orilla. Ella ya había preparado su tita para el fondo y su lombriz pequeña para el espumoso lugar donde rompían las olas de su futuro. Tenía que pasear por el Benacantil y hundir de nuevo sus raíces en la tierra que amaba. Tenía que cantar "som fills del poble que té les chiques com les palmeres de junt al mar" y "la manta al coll y el cabasset senan d'anar a prendre el fresc al Postiguet". Tenía que oler el tomillo del sendero levantino. Tenía que bailar sobre la hoguera de sus vanidades y quemar todos los vestigios de sus absurdas impertinencias. Recostada sobre una arcillosa roca del paisaje de Agost, Nelson acariciaba su pelo con dejadez cubana. Con voz queda e insinuante le dijo: "Carla, yo te amo". Y dejando atrás composturas, hipocresías y sonrisas artificiosas, ella lo cogió de la mano y escondidos entre unos arbustos disfrutaron del climax mediterráneo. Nunca una lengua fue tan locuaz...
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